Lanzarote no era más que una gota de tinta en la inmensidad del Atlántico que los cartógrafos derramaban al trazar el contorno de la costa africana en sus mapas. Una isla lejos del mundo conocido, pobre, árida y ventosa, donde los habitantes pintaban sus ventanas con el barniz verde sobrante de los barcos que reparaban. Aquel verde era lo más cerca que soñaron estar nunca de la abundancia, del paraíso.

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Pero hace medio siglo alguien tuvo una idea. ¿Por qué no utilizamos la misma arquitectura que ingeniosamente habíamos desarrollado para subsistir durante siglos de hambruna y sequía y transformamos Lanzarote en la isla que siempre habíamos ansiado? Este movimiento, liderado por el artista César Manrique (1919-1992), comenzó a diseñar una isla utópica a través de sensibles intervenciones que descubrían el confort y la belleza en la inhóspita tierra. La ardua reinvención de Lanzarote pronto revirtió a sus habitantes una calidad de vida ​impensable y la merecida posición en los mapas. Lanzarote se hizo el perfecto ejemplo de lo que en arquitectura llamamos Genius Loci, explotar de forma sabia aquello que hace único a un lugar y llevarlo mágicamente a otro nivel. No obstante, la isla emergente planteaba un nuevo reto: hallar el perfecto equilibrio entre sus limitados recursos naturales y el bienestar socioeconómico de los lanzaroteños y de los cada vez más visitantes atraídos por su fama.

El camino hacia la utopía continúa hoy, aunque más diluido, con nuevos y mayores retos, pero con la misma ilusión del principio. Little Lanzarote es sólo una de tantas denominaciones para el no-lugar, el u-topo, la isla soñada. Un recordatorio luminoso que cuelga en la pared del estudio con el que tener presente el esfuerzo de muchos por alcanzar lo inimaginable y un estímulo para seguir avanzando, sabiendo que cualquier lugar del mundo puede mejorar con técnica e imaginación.​